El verano es una buena ocasión para viajar, para disfrutar del tiempo libre y aprender descubriendo la cultura popular de otros lugares. Cuando viajamos, entramos en contacto con muchas manifestaciones del patrimonio cultural inmaterial y, de algún modo, acabamos influyendo en ellas. Por ejemplo, si vamos a un pueblo y hacen una fiesta, nos gusta observar el modo como lo celebra la gente, con bailes, desfiles, representaciones, etc. Y si observamos que hay una artesanía local, ya sea de cerámica, cestería, vidrio, madera o de otro tipo, nos apetece comprar aquellos productos, que a menudo nos llevamos como recuerdo para nosotros o para nuestros familiares y amigos. Cuando somos muchas las personas que lo hacemos —que asistimos a una fiesta local o que compramos un producto tradicional, de producción limitada—, esto puede llegar a tener unos efectos perjudiciales para aquellas manifestaciones del patrimonio cultural inmaterial.

Así, en un pueblo donde se elabore cerámica de manera artesana, alguien puede tener la tentación de empezar a producirla industrialmente, en seria, para poder vender más cantidad y a un precio más económico, aunque la calidad no sea la misma y aunque ello signifique dejar de lado una parte de conocimiento tradicional. A su vez, esta acción puede implicar que las personas que mantienen la producción artesanal no puedan entrar en esa dinámica mercantilista, no puedan competir y acaben abandonando una actividad que era una seña de identidad del pueblo.

Para evitar los efectos negativos que el turismo podría tener sobre todo ese patrimonio, las directrices operativas de la Convención para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial, de la UNESCO, proponen una serie de medidas, como la de que, antes de hacer campañas de promoción turística de un lugar, se lleve a cabo una evaluación del impacto potencial que una afluencia masiva de gente podría tener sobre el patrimonio cultural inmaterial local.

En Cataluña hay algunos casos en que la promoción turística ha sido impulsada por la propia comunidad. En el Valle de Boí, donde se hallan las famosas iglesias románicas reconocidas como patrimonio mundial por la UNESCO, un día se decidió que las tradicionales fallas que se bajan desde la montaña con ocasión del solsticio de verano —y que forman parte del patrimonio de la humanidad de la UNESCO— no se celebraran exactamente el mismo día del solsticio en todos los pueblos. De este modo se quería atraer a más gente y evitar una concentración excesiva. La decisión recibió el apoyo de los propios fallaires y la afluencia turística ha provocado una revitalización de la tradición, que se ha reforzado como seña de identidad local. Este caso demuestra que la implicación directa de la comunidad local perpetuadora de una manifestación de la cultura popular, es la mejor garantía para que el patrimonio cultural inmaterial contribuya a un turismo y un desarrollo sostenibles.